lunes, 18 de julio de 2016

Alegrarse de la muerte de un torero o la asunción de que todos podemos ser despreciables

Socialmedia 952091 960 720 Estos días ha llenado mucho tiempo la discusión legal y/o moral de los límites de la libertad de expresión a rebufo de los cientos de miles de comentarios que, a través de Twitter, se alegraron de la muerte del torero Victor Barrio, usando para ello la ironía más fina, el sarcasmo más grueso, y todo un amplio abanico de expresiones aberrantes.

A raíz de todo ello, se iniciaron diligencias policiales y se seleccionó un puñado de tuits que se consideraron injuriosos. Poco después, expuse mi opinión taquigráfica a través de Twitter estableciendo un ejemplo límite que pusiera de manifiesto lo espinoso de perseguir a algunas personas porque injurian sobre unas y no a otras: “Todos los que os hayáis reído de la muerte de Hitler y cualquier otra persona que consideréis despreciable, a la cárcel”.

Lo que trataba de poner de manifiesto era otra clase que me parecía incluso más grave que la muerte de una persona, más que la muerte de un millón.

Mi tuit, obviamente, no absolvía moralmente de quienes se habían ciscado de Víctor Barrio. Tampoco daba carta de naturaleza a la injuria generalizada (yo mismo soy víctima de ella a menudo, ¿cómo voy a estar a favor de eso?). Lo que trataba de poner de manifiesto era otra clase que me parecía incluso más grave que la muerte de una persona, más que la muerte de un millón, y por supuesto muchísimo más grave que un cuarto de millón de personas se alegre de la muerte de uno.

Al poco de publicar mi tuit recibí dos réplicas. La primera se limitaba a manifestar que había incurrido en un Godwin. Punto para él. Mientras lo escribía era consciente de ello, pero era un ejemplo límite, así que no era relevante si ponía como ejemplo a Hitler o cualquier otro: mi argumento continuaba siendo el mismo.

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El segundo tuit fue más interesante: “¿Estás bien de la cabeza?”. Obviamente, era una pregunta retórica, porque nadie estaba intentando diagnosticar mi salud mental. Pasé por alto que, en aras de condenar las injurias, alguien tratara de injuriarme o, al menos, usara una fórmula que hubiera sido motivo suficiente para recibir una penalización por parte del moderador de un debate. Es cualquier caso, preguntar a alguien si está mal de la cabeza no es una forma muy fructífera de argumentar nada.

El comentario, sin embargo, he de admitir que me molestó. Que nadie me malinterprete: no me molestó que una completa desconocida juzgara mi cordura tras mi argumento taquigráfico. Lo que me soliviantó (porque siempre lo hace) es que alguien se fijara en el dedo cuando le señalan la Luna, que se quedara en la superficie de las cosas. Los clichés y los lugares comunes me enervan particularmente. Con todo, traté de ser civilizado e iniciamos una conversación.

Básicamente, lo que saqué en claro de ello fueron dos cosas. La primera, que dada la situación actual, no era el momento de argumentar tales cosas (es decir, la gente estaba enseñándose con la muerte de un ser humano, así que no era momento de abordar los límites de la libertad de expresión). La segunda cosa es que era la justicia la encargada de asignar qué expresiones eran constitutivas de delito.

Las dos cosas me dejaron un tanto desarmado (esa misma persona me llegó a decir que no la iba a pillar, dando por sentado que en un debate el que tiene razón es el que gana el debate o deja al otro sin argumentos, cuando no necesariamente es así). Pero me dejaron desarmado porque no podía estar más en desacuerdo y no sabía ni por donde empezar para hilvanar las razones de ello.

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A mi juicio, es justo ahora cuando se abrían diligencias sobre personas que se ciscaban de la muerte de un torero, de modo que era el momento procedimental oportuno para discutirlo (quienes quieran discutir de la inmoralidad de reírse del dolor ajeno, que lo hagan, están en su derecho, pero no era mi intención). A mi juicio, también, que sean la justicia la que dirima si una expresión merece castigo o no adolece de no pocas inconsistencias, sobre todo en el estado actual de las cosas: es decir, todos disponemos de poderosas herramientas de comunicación para que nuestras ideas lleguen a cualquier rincón del planeta y, lo más importante, del gigantesco volumen de injurias vertidas a través de tales herramientas solo se penaliza una ínfima parte (sobre todo por razones políticas e ideológicas).

Los tititriteros fueron a la cárcel por representar una obra, pero ningún escritor o guionista lo hace por hablar de temas iguales o peores en sus obras de ficción. Pilar Manjón recibe injurias tan o más gravosas que las de Victor Barrio pero nadie es condenado por ello. Quien hizo grotesco humor negro de Irene Villa ha sido condenada a un año de cárcel a pesar de que Irene Villa declaró no sentirse ofendida. Jiménez Losantos dijo que, de tener una pistola, dispararía a los miembros de Podemos y no ha sido condenado. O mirad el Twitter de la Cifuentes. Acusó a Ada Colau de filoterrorista, fueron a los tribunales, y Cifuentes fue absuelta esgrimiendo su libertad de expresión. Más tarde, un tuitero insultó a la Cifuentes y la Cifuentes lo llevó a los tribunales para sacarle la pasta. Y así ad infinitum.

Existe una enorme irregularidad entre las injurias que se vierten y los castigos que se ejecutan ante tales injurias. Lo que trataba de expresar con mi tuit era, entonces, que todos o ninguno. Evidentemente, yo opto por ninguno. Pero si hemos de castigar a determinadas personas por su perfil ideológico o porque una serie de personas consideran que hay cosas o personas de las que puedes hacer mofa y escarnio y otras no, porque no son tan sagradas para ellos, entonces mi opinión es que todos a la cárcel.

Esta segunda opción es muy peligrosa porque pone en evidencia algo que ya llevan décadas poniendo de manifiesto diversos estudios sobre la psicología humana: que no existen buenas o malas personas, no hay seres bondadosos y seres infames. No hay quienes se ríen de la muerte de una persona y los que no hace nada parecido nunca. Todos somos buenos y malos, deleznables y bondadosos, egoístas y altruistas. En general, salvo alguna clase de problema mental, la mayoría de nosotros somos una y otra cosa en función de las circunstancias, y somos una cosa u otra en cuestión de horas o días. Stanley Milgram, por ejemplo, demostró hasta qué punto el ser humano más moral puede alcanzar cotas de crueldad inenarrable si las condiciones son propicias.

¿Las condiciones de Twitter permiten, entonces, sacar lo peor de nosotros mismos?

¿Las condiciones de Twitter permiten, entonces, sacar lo peor de nosotros mismos? Aunque la frase queda muy bien en la camisa de un neoludita, no creo que así sea. Twitter solo permite que todos veamos de forma indeleble los ejercicios de catarsis de cualquier persona, y también sus malos momentos, en los que uno puede llegar a ser un desalmado. Todos somos así en un momento u otro, aunque una serie de sesgos cognitivos nos evitan darnos cuenta (o nos permiten justificar nuestro comportamiento a través de autojustificaciones muy sofisticadas). En Twitter, sin embargo, queda grabado, y todo el mundo puede verlo y analizarlo. E incluso denunciarlo. Pueden pasar años, incluso, y que alguien rebusque en esos tuits hasta encontrar tu momento de debilidad moral para exigir una dimisión, tal y como le están sucediendo a cada vez más políticos.

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Twitter o Facebook solo son herramientas que nos permiten, como si fuera un experimento de Stanley Milgram, acceder de forma cristalina al hecho incontrovertible de que nuestra personalidad se sustenta sobre una serie de personalidades distintas entre sí, diferentes grados de moral e inmoralidad, y una gruesa cobertura de sesgos, autoengaños, justificaciones y olvidos selectivos que nos hacen creer que somos mejor que la media.

Ello no denota un problema mental, sino justo lo contrario: las personas con menos problemas mentales y menores índices de depresión son justamente las que despliegan más personalidades subsidiarias y se creen buenas personas mediante quirúrgicos autoengaños que oscurecen los actos malos e iluminan los buenos.

Twitter y Facebook solo ha puesto al descubierto algunos de esos entresijos, y contemplarlos parece que horroriza a las personas que no lo sabían aún. Han contemplado el abismo, pero el abismo todavía no les ha devuelto la mirada.

Entonces, ¿qué hacemos?

Entonces nos queda la siguiente dicotomía: persigo a millones de personas que usan Twitter como catarsis y que dejan al descubierto el lado más oscuro de su personalidad o permito que exista libertad de expresión en su umbral más alto posible (y eso incluye injurias, al menos contextualizadas y en momentos particulares, y no un encarnizamiento muy duradero en el tiempo y una serie de calumnias que puedan acarrear agravios sociales en la vida de la víctima).

Ante lo cual, yo escojo lo segundo. El máximo de libertad posible a pesar de los efectos secundarios nocivos. De eso iba mi tuit. Y de que eso es más importante que la muerte de un torero o de que miles de personas consideren que la tauromaquia, la tortura hecha espectáculo, un horror y, como forma de catarsis, lleguen a celebrar la muerte de un ser humano, en plan medieval.

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Algunos opinan, sin embargo, que perseguir selectivamente a los autores de determinados tuits ejercerá un efecto ejemplarizante y, por tanto, disuasorio. Este argumento ya es débil en sí mismo, y además debería mantenerse en el tiempo. Es débil porque las leyes se deben adaptar a las costumbres y no a la inversa. Es decir, que si la mayoría escribe tuits injuriosos en algún momento y considera que es injusto que se condene a alguien por hacerlo (es mi caso), la ley no puede obrar en sentido contrario.

Pero, sobre todo, es un argumento débil porque solo podrán continuar injuriando aquellas personas que sean más inteligentes, sutiles y aviesas en dichos mensajes. Como ya expliqué en este artículo, hay múltiples formas de injuriar a alguien sin que el injuriado sepa con seguridad si le estamos injuriando (y mucho menos la policía o el juez, que ni siquiera conocerán en profundidad las claves íntimas de la dinámica social particular que están analizando). Y ¿cómo se puede poner un límite a algo tan difuso? ¿Cuando alguien se sienta ofendido? Entonces cualquier usará esa vía para censurar lo que no le gusta oír. ¿Cuando la mayoría se sienta ofendido? Entonces viviremos en la dictadura de lo popular, lo masivo y lo políticamente correcto, y solo se progresa cuando se permite la crítica y la disidencia.

Cuando @safiyyahn dijo en un tuit “este hermoso planeta tierra tiene ahora 2014 años, alucinante”, millones de personas en varios continentes se mofaron de ella, la invitaron a que suicidara por su palmaria ignorancia y un largo etcétera. Como explica Christian Rudder en su libro Dataclismo:

A las veinticuatro horas de haber puesto su tuit, a Safiyyah la habían regañado alrededor de 7,4 millones de personas.

¿Cómo puede la justicia actuar sobre eso? No hablamos de un puñado de personas, ni siquiera de personas localizadas en una ciudad o un país, sino de al menos tres continentes con millones de personas. Dejando de lado que aquel tuit había sido una broma perpetrada por la cómica Natasha Leggero, ello no desdice el argumento (de hecho, Leggero tuvo que soportar más tarde miles y miles de tuits que la llamaban puta, zorra irrespetuosa, ignorante, etc.).

¿Por qué no podemos castigar de igual modo de quienes injurian al pirómano que se quemó él mismo mientras incendiaba un bosque?

¿Por qué no podemos castigar de igual modo de quienes injurian al pirómano que se quemó él mismo mientras incendiaba un bosque? ¿O al pederasta que murió huyendo de la policía? ¿O del dictador que se cayó de las escaleras? Muchos diréis que obviamente no se puede comparar un torero con un pirómano, pero quienes consideran que la tauromaquia es un horror y debería ser prohibida sí son ejemplos emocionalmente comparable. Y, sobre todo, ¿dónde ponemos la línea? ¿Quién decide la lista de personas a las que podemos injuriar sin miedo a represalias? ¿Es una lista escogida democráticamente o por un puñado de personas?

La mayoría de la gente es estúpida en algún momento de su vida y, en consecuencia, dice estupideces. La mayoría es racista, clasista y xenófoba. La mayoría se alegra del dolor ajeno cuando esa persona no pertenece al grupo o está alejada emocionalmente. La mayoría usa Twitter para mostrar su odio no porque sea moralmente repugnante, sino porque establecemos lazos de amistad definiéndonos tanto por lo que amamos como por lo que odiamos. Nos queda un gran esfuerzo de educación por delante, o quizá siempre será así por mucho que eduquemos a la gente.

Tal vez haya otras soluciones. Algún tipo de algoritmo para Twitter o Facebook que, automáticamente, elimine mensajes claramente injuriosos. No me parecería mal (aunque las formas de hacer daño al otro o de desahogarse frente a cualquier fenómeno son tan variopintas que imagino que siempre habrá resquicios por los que colarse). No lo sé. Admito que no sé cómo solucionar el problema satisfactoriamente.

Solo sé una cosa, y la sé con bastante seguridad: siempre será mejor que nos molesten mensajes que se ríen de nosotros o de nuestra condición (o incluso nos preguntan retóricamente si estamos mal de la cabeza) antes que restringir la libertad de expresión mientras nos quedamos embobados mirando el dedo en vez de la Luna que está señalando.

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Rocket 969 960 720 En un remoto bosque tropical que hacía frontera con Brasil vivían los últimos indios waiwai. Los pocos que aún no había decidido trasladarse a las ciudades o los campamentos patrocinados por el gobierno, conservaban unos conocimientos sobre cosmología equiparables a los de los habitantes del occidente precientífico: tanto los movimientos de los planetas como los ciclos de las estaciones tenían un origen mitológico.

Irónicamente, a unos cuatrocientos kilómetros de allí, en Kourou, se estaba preparando el lanzamiento de un cohete espacial, un Ariane.

Los wawai no progresaban apenas en su comprensión objetiva del mundo. Si, por ejemplo, llovía, quizá es que el cielo estaba triste por la muerte de algún wawai. O si la Luna se teñía de rojo al caer la tarde, entonces es que alguien de la tribu estaba albergando pensamientos violentos.

Para los wawai, la naturaleza operaba en función de sus deseos, su comportamiento moral, sus súplicas, sus sacrificios, e incluso sus matanzas. Los wawai obraban igual que los seguidores de los cultos Cargo que florecieron en el Pacífico Sur durante los asentamientos norteamericanos de la Segunda Guerra Mundial.

Por el contrario, los científicos que preparaban el lanzamiento del cohete a pocos kilómetros de allí observaban el universo como una máquina ordenada que funcionaba a expensas de los deseos y anhelos de los seres humanos. Esta manera de ver el mundo es tan revolucionaria que apenas tiene unos siglos de tiempo, a pesar de que el ser humano lleva miles de años sobre la Tierra.

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Con todo, muchos universitarios no formados en las ciencias que impulsaban la construcción y lanzamiento de aquel cohete interpretaban el cohete como un objeto totémico, a veces asociando su construcción a connotaciones sobrenaturales del tipo “¿el ser humano está violando los principios de la naturaleza”? Algunas personas conviven la ciencia sin comprenderla, como lo hacen los waiwai. O como escribe el filósofo Alain de Botton en su libro Miserias y esplendores del trabajo:

Qué talento e insolencia la de la cofradía de las batas blancas al lograr producir una impresión de sobrecogimiento místico con la única ayuda de un compuesto de perclorato amónico.

Tras el conteo en francés (Dix, neuf, sept…), el cohete elevó el vuelo como un estruendo, cruzando el cielo como una gigantesca luz en mitad de la tarde. Algunos waiwai probablemente contemplaron la ascensión en el horizonte, y tal vez pensaron en Mawari, el creador omnipotente del universo waiwai.

El mando del cohete pasó entonces de los ingenieros de Kourou a una serie de estaciones de seguimiento terrestres que rodeaban el planeta y que incluso ignoraban los habitantes de los países en los que se encontraban. La primera de ellas estaba ubicada en medio del Atlántico, en la isla Ascensión, donde un técnico solitario que había llegado en barco desde Francia un mes antes vivía en un edificio pequeño, su única responsabilidad era controlar el viaje del Ariane durante el transcurso de los cuatro minutos que seguían a la expulsión de los propulsores. Después el control se transfirió a otra estación de seguimiento igualmente solitaria al norte de Libreville, en Gabón, que a su vez fue relevada por una estación en Malindi, en Kenia. El último eslabón de la cadena fue un faro en el desierto del oeste de Australia, cuyo aislamiento, en ese momento, me sentí extraordinariamente capaz de relatar.

El cohete llegó al espacio. Los waiwai lo ignoraba, como la mayor parte de la humanidad.

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